Estudios de Educación en Casa
 

Educando para Dios
Septiembre 10, 2010

  

Lleva este niño y críamelo, y yo te lo pagaré”.—Éxodo 2:9

Estas palabras fueron dichas por la hija de Faraón a la madre de Moisés. Es muy probable que no sea necesario informarle de las circunstancias que las ocasionaron. Seguramente no es necesario decirle que al poco tiempo de nacer este futuro líder de Israel sus padres se vieron obligados, por la crueldad del rey egipcio, a esconderlo en una arquilla de juncos a la orilla del río Nilo.

Estando allí, fue encontrado por la hija de Faraón. Su llanto infantil la movió a compasión con tanto poder que decidió no sólo rescatarlo de una tumba de agua, sino educarlo como si fuera de ella. Miriam, la hermana de Moisés, quien había observado todo sin ser vista, se acercó ahora como alguien que desconocía las circunstancias que habían ocasionado que el niño estuviera allí.

Al escuchar la decisión de la princesa, Miriam ofreció conseguir una mujer hebrea para que cuidara al niño hasta tener edad suficiente como para aparecer en la corte de su padre. Este ofrecimiento fue aceptado, por lo que Miriam fue inmediatamente y llamó a la madre a quien la princesa le encomendó el niño con las palabras de nuestro texto: “Lleva a este niño y críamelo, y yo te lo pagaré. Y la mujer tomó al niño y lo crió.” ¡Qué maravillosa soberanía de Dios!

Con palabras similares, Dios se dirige a nosotros, los padres de familia, y nos dice en su Palabra y por medio de la voz de su providencia: “Lleva este niño y edúcalo para mí, y yo te lo pagaré”. Dios paga muy bien lo que pide. Estar empleado para Dios es la mejor empresa y la más grande seguridad.

¿Qué requiere educar a los hijos para Dios?
Lo primero que requiere es tener conciencia y una convicción sincera, de que nuestros hijos son en verdad propiedad de Él. Dios nos encarga su cuidado por un tiempo, con el mero propósito de formarlos en el Temor de Dios y en los Principios Bíblicos.

A pesar de lo cuidadoso que seamos para educar a los hijos, no podemos decir que los educamos para Dios a menos que creamos que son de Él, porque si creemos que son exclusivamente nuestros los educaremos para nosotros mismos y no para Él.

Saber que son de Él es sentir profundamente y estar persuadidos de que Él tiene el derecho soberano de hacer con ellos lo que quiere y de quitárnoslos cuando Él disponga.

Que son de Dios y que posee Él este derecho es evidente según innumerables pasajes de las Sagradas Escrituras. Éstas nos dicen que Dios es el que forma nuestro cuerpo y es el Padre de nuestro espíritu, que todos somos sus hijos, y que, en consecuencia, no somos nuestros, sino de Él.

También nos aseguran que tal como es de Él el alma del padre y la madre, de Él es el alma de los hijos. Dios reprendió y amenazó varias veces a los judíos porque sacrificaban los hijos de Él en el fuego de Moloc (Eze. 16:20-21).

A pesar de lo claro y explícito que son estos pasajes, son pocos los padres que parecen sentir su fuerza. Son pocos los que parecen sentir y actuar como si tuvieran conciencia de que ellos y los suyos son propiedad absoluta de Dios, que ellos son meramente padres temporarios de sus hijos, y que, en todo lo que hacen para ellos, debieran estar actuando para Dios.

Resulta evidente que los padres tienen que sentir esto antes de poder criar a sus hijos para Dios, porque ¿cómo pueden educar a sus hijos para un ser cuya existencia no conocen, cuyo derecho a ellos no reconocen y cuyo carácter no aman?

Un segundo requerimiento, muy relacionada con lo anterior de educar a los hijos para Dios, se trata de dedicarlos o entregarlos sincera y seriamente para ser de Él eternamente.

Al decir, dedicarlos a Él, queremos decir sencillamente que reconocemos que consideramos a nuestros hijos enteramente de Dios y que los entregamos sin reservas a Él para este tiempo y la eternidad. Si nos negamos a dárselos a Dios, ¿cómo podemos decir que los educamos para él?

Ana le pidió en gran suplica un hijo a Dios y lo dedicó por completo para Él. “E hizo voto, diciendo: Jehová de los ejércitos, si te dignares mirar a la aflicción de tu sierva, y te acordares de mí, y no te olvidares de tu sierva, sino que dieres a tu sierva un hijo varón, yo lo dedicaré a Jehová todos los días de su vida, y no pasará navaja sobre su cabeza” (I Samuel 1:11).

En tercer lugar, si educamos a nuestros hijos para Dios, tenemos que hacer todo lo que hacemos por ellos basados en motivaciones correctas. La única motivación que las Escrituras consideran correcta es hacerlo para la gloria de Dios y tener un anhelo devoto de promoverla.

Nada se hace realmente para Dios si no fluye de esta fuente. Sin esto, por más ejemplar que sea, no hacemos más que dar fruto para nosotros mismos y no somos más que una vid sin vida. Nuestros hijos pueden alcanzar muchos logros pero si no apuntan para la Gloria de Dios, no es más que vanidad. Lo que no apunta para Dios termina en nuestra propia gloria.

Cuando Ana entrenó a su niño Samuel, lo dedicó por completo para la Gloria de Dios. “Por este niño oraba, y Jehová me dio lo que le pedí. Yo, pues, lo dedico también a Jehová; todos los días que viva, será de Jehová. Y adoró allí a Jehová” (I Samuel 1:27-28).

La gloria divina debe ser el incentivo principal que nos mueve. Si actuamos meramente basados en nuestro afecto paternal y maternal, no actuamos basados en un principio más elevado que el de los animales irracionales a nuestro alrededor, muchos de los cuales aman a sus crías con no menos ardor y están listos para enfrentar peligros, esfuerzos y sufrimientos para promover la felicidad de sus pequeñuelos que nosotros para promover el bienestar de los nuestros.

Pero si el afecto paternal puede ser santificado por la gracia de Dios y las obligaciones paternales santificadas por un anhelo de promover su gloria, entonces nos elevamos por encima del mundo irracional para ocupar nuestro lugar correcto y poder educar a nuestros hijos para Dios.

Por lo tanto, el cuidado y la educación de los hijos, por más insignificantes le parezcan a algunos, deben realizarse teniendo en cuenta la gloria divina. Cuando así se hace, la educación en casa se convierte en un poderoso instrumento para el Reino de Dios.

En cuarto lugar, si hemos de educar a nuestros hijos para Dios, tenemos que educarlos para su servicio.

Los tres puntos anteriores que hemos mencionado se refieren principalmente a nosotros mismos y nuestras motivaciones. Pero este punto tiene una relación más inmediata con nuestros hijos mismos. A fin de capacitarnos para instruir y preparar a nuestros hijos para el servicio de Dios, tenemos que estudiar diligentemente su Palabra para asegurarnos de lo que Dios requiere de ellos.

Tenemos que orar con frecuencia pidiendo la ayuda de su Espíritu para ellos al igual que para nosotros. Hemos de cuidarnos mucho de decir o hacer algo que pueda, ya sea directa o indirectamente, llevarlos a considerar la religión como algo de importancia secundaria.

Por el contrario, hemos de trabajar constantemente para poner en sus mentes la convicción de que consideramos el Evangelio como la gran ocupación de la vida, el favor de Dios como el único objetivo al cual apuntamos y el disfrutar de Él como la única felicidad, mientras que, en comparación, todo lo demás es de poca consecuencia.

El pequeño Samuel desde muy temprana edad ya servia al Señor sin reservas. Toda su vida estaba dedicada por completo a Dios. “Y el niño ministraba a Jehová delante del sacerdote Elí. … Y el joven Samuel ministraba en la presencia de Jehová, vestido de un efod de lino” (I Samuel 2:11, 18).

 

Educación en Casa es el Camino Divino para cultivar en nuestros hijos el amor y plenitud en la Gloria de Dios.

 

 

                                      Para Su Gloria…
                                                                                 Dr. Johel LaFaurie  
   

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